sábado, 20 de marzo de 2010

primer tarea ghost girl EL REGRESO...

GENERO LITERARIO: es para odo tipo de personas y en especial adolescentesCONTEXTO LITERARIO : se refería a una época modernaCONTEXTO GEOGRAFICO : EspañaPERSONAJES PRINCIPALES: Charlotte HusherPERSONAJES SECUNDARIOS : Scarlet , Damen , Petula


orirse de aburrimiento no era una opción. Charlotte
Usher ya estaba muerta. Tamborileó sus finos
dedos sobre la mesa, impasible, y se desplazó
en su silla de oficina de tres ruedas a un lado del cubículo y
luego al otro, estirando el cuello por si así obtenía una mejor
perspectiva del pasillo.
—Esto no es vida —gruñó Charlotte, lo bastante alto como
para que Pam y Prue, que ocupaban sendos cubículos cercanos,
la oyeran.
—Evidente. No lo es para ninguno —graznó Prue—. Y
ahora cierra la boca, que estoy atendiendo una llamada.
—Cosa que también tú deberías hacer —sentenció Pam,
recurriendo a una mano en lugar de a la tecla correspondiente
para silenciar el auricular y evitar que su «cliente» pudiera
escucharla.
Pam y Prue continuaron parloteando muy ocupadas, y Charlotte
lanzó a su aparato una mirada cargada de resentimiento.


Pasar día tras día allí sentada, incomunicada, era algo terriblemente
frustrante para Charlotte, por no decir más que bochornoso.
¡Los teléfonos de los otros no paraban de sonar! Además,
¿no era gracias a ella que el resto de sus compañeros de
clase, ahora becarios en prácticas, estaban allí para empezar?
Demonios, si hasta la chica nueva, Matilda Miner, que se sentaba
justo enfrente, estaba parloteando y recibiendo centenares
de llamadas más que ella.
—Menuda lata, ¿eh? —dijo Maddy, asomando su encrespada
cabeza sobre la división que las separaba—. Es una lata que
nadie te llame.
Un hilo de esperanza
Charlotte asintió decaída y justo cuando empezaba a armarse
de valor para hablar, el teléfono de Maddy sonó. Otra
vez.
—Ay, perdona —la atajó Maddy, haciendo constatar algo más
que evidente para Charlotte—. Ahora no puedo hablar. Tengo
que responder a esa llamada. Hablamos luego, ¿te parece?
—Claro —dijo Charlotte con resignación, y volvió a apoyar
la cabeza sobre los brazos, si bien en esta ocasión torció los ojos
hacia la videocámara que, desde el techo, apuntaba en su dirección.
¿La estaban monitorizando? Más bien se estarían burlando
de ella, sí, eso era más probable.
Con todo, trató de mantener el rostro impasible, al más puro
estilo de un adolescente de la realeza británica que asiste a
un besamanos creyéndose explotado. Si algo había aprendido
era que su conducta importaba, sobre todo si la estaban observando.
Bajó la mirada, guiñando los ojos contra el blanco cegador
de las paredes y las luces de neón del techo de la oficina,
y aceptó su soledad con la gracia y dignidad propias de una
becaria en prácticas consciente de su pedigrí. Enderezó la espalda,
cruzó las piernas a la altura de los tobillos, plegó sus huesudos
dedos sobre los muslos, frunció los labios en una rígida
sonrisita y prosiguió con… la espera.
Charlotte se puso a cavilar; algo que, últimamente, hacía con
excesiva frecuencia.
Atragantarse con aquel osito de goma y morir en clase lo había
cambiado todo, pero no todo era malo. La muerte hizo
posible que madurara como persona mucho más de lo que lo
hiciera en vida. Aprendió a valorar el trabajo en equipo, el altruismo
y el sacrificio gracias a sus compañeros de Muertología
y al apoyo y condescendencia del profesor Brain. Incluso
consiguió ir al Baile de Otoño con Damen, el chico de sus
sueños. O algo parecido, por lo menos. Y lo más importante
de todo, encontró una amiga íntima, un alma gemela, Scarlet
Kensington, una conexión que había estado buscando toda
la vida. Cruzó satisfecha al otro lado, esperanzada e
ilusionada. Pero ahora, su futuro, el que tan luminoso se le
presentara en aquel instante, se parecía cada vez más a un punto
muerto. La vida en el Otro Lado no era ni mucho menos
lo que Charlotte se esperaba. Antes que al paraíso se parecía
al día después de Navidad. Cada día.

El señor Markov era uno de esos tipos impacientes que no
toleran con facilidad comentarios sarcásticos de sus subordinados,
pero podía leer la confusión en el rostro de los becarios
y se sintió obligado a ofrecerles una explicación.
—¿Alguna vez has batallado contigo misma? —preguntó.
—A diario —reflexionó Suzy Scratcher.
—¿Se refiere a mentalmente? —replicó Pam, captando la
idea antes que los demás.
—Exacto —dijo el señor Markov—. Vais a ser la voz que otros
escuchen dentro de sus cabezas. Cuando estén asustados o confusos
o se sientan solos o tal vez contemplen la posibilidad de
hacer algo impensable, entonces vuestro teléfono sonará

—¿Como el tutor del grupo de alcohólicos anónimos de un
famoso o algo así? —saltó CoCo, dejando una vez más que
aflorara su antigua adicción a las revistas de cotilleo.
—Os brindará la oportunidad de ser útiles, de hacer algo
bueno por los demás y de comunicar a otros lo que habéis
aprendido —añadió el señor Markov.
—¡Sí, va a ser genial poder hablar otra vez con personas vivas!
—exclamó Charlotte, dando claras muestras de no haber
entendido del todo el concepto.
—No es que vayáis a hablar con ellos, exactamente, Usher
—la corrigió él—. En realidad, seréis algo así como…
—Su conciencia —le interrumpió Charlotte, demostrando
que había entendido el concepto mejor de lo que hubiese podido
aparentar instantes atrás.
—Sí, eso es —dijo el señor Markov.
—Rebobine, por favor —sonó como un pitido la voz de Metal
Mike, muestra de su infantil «voz interior».
En lugar de reprenderle por su sarcástico eslogan, Markov
aprovechó el comentario para proseguir con la explicación. Se
fue hasta el teléfono de Mike, lo descolgó para dar mayor efecto
a sus palabras y continuó:
—Tarde o temprano todos necesitamos ayuda —dijo.
—Algunos más que otros —espetó CoCo con arrogancia,
paseando la mirada por la sala.
—Sin embargo, ayudar a los demás no es sólo una llamada,
es una habilidad —dijo haciendo un alarde de ingenio sorprendente—.
Algo aprendido.
Charlotte escuchaba escéptica. Sabía sobradamente por haberlo
experimentado en sus propias carnes que la simpatía, la
empatía hacia los demás, era un don que o se tenía o no. Y la
mayoría de la gente no lo tenía.
—Se pueden tener muy buenas intenciones —dijo Markov—,
pero dar un mal consejo o prestar ayuda de forma
inapropiada en el momento equivocado puede resultar mucho
peor que no hacer nada.

Cuando murieron, ella sólo tenía dos años, así que probablemente
no los reconocería ni aun teniéndolos delante. Recuperando
una vieja costumbre, Charlotte empezó a examinar
la nariz de todo el mundo, por si alguna se parecía a la
suya. Se acordaba de que cuando las madres de sus compañeros
acudían al colegio a recogerlos, la profesora siempre decía
«tiene tu nariz», de modo que era eso lo que Charlotte siempre
había buscado. Se había pasado la vida entera deseando
encontrar a alguien que tuviera su nariz. Pero ahora, mientras
miraba a su alrededor, entre la multitud, no dio con ninguna
que casara con la suya.
—A ver, por favor, un poco de atención —interrumpió Markov
a la vez que sacaba lo que a todas luces parecía una perspectiva
de una urbanización—. Esto os ayudará a orientaros.
Era un sencillo complejo circular e incluía una manzana en
forma de media luna compuesta por lo que parecían casitas
adosadas a lo largo del perímetro, cada una de los cuales lucía
una etiqueta con el nombre del becario a quien había sido
asignada. Charlotte estaba demasiado distraída para ponerse a buscar su nombre entre el grupo de domicilios, pero ni falta
hacía que se hubiese molestado, porque, como enseguida
pudo comprobar, éste no estaba allí.
A cierta distancia de los adosados se erguía el edificio en el
que se encontraban ahora y, frente a él, uno más grande de
apartamentos. Charlotte trató de calcular cuál sería la distancia
real entre ambos a partir de la escala del plano, su mente
ocupada con ecuaciones del tipo «un centímetro es igual a
tantos metros» mientras los demás se centraban en sonreír.
Las viejas costumbres, y los mecanismos de defensa, nunca
mueren.
—Todos estamos solos en la muerte… y unos pocos lo seguimos
estando después —suspiró compadeciéndose de sí misma.
Cuando la muchedumbre se hubo ido y la puerta se cerró
tras la última pareja, Charlotte levantó la vista y vio a alguien
en quien no había reparado antes: una chica que la miraba sentada
desde el otro extremo de la habitación.
La chica estaba acicalada de los pies a la cabeza. Su oscura melena
rizada, que llevaba recogida en el cogote, sin un solo mechón
fuera de lugar, acentuaba sus rasgos afilados y sus gruesos
labios. El largo vestido, estampado con motivos geométricos,
estaba estudiadamente gastado y descolorido para hacer ver que
no le importaba su aspecto, pero a Charlotte no le daban gato
por liebre. Bien mirado, el atuendo no tenía nada de casual, y
la chica menos. Todo en ella destilaba autosuficiencia, todo salvo
la simpática sonrisa que le dedicó al cruzarse sus miradas.
—Hola —dijo la chica con entusiasmo, antes de que Charlotte
pudiera preguntarle qué hacía allí—. Soy Matilda, pero
puedes llamarme Maddy.
—Encantada de conocerte… Maddy —dijo Charlotte agradecida,
a la par que un tanto desconcertada por la calidez de
Maddy. Después de todo, no se conocían de nada.
—Se ve que somos compis —pió Maddy alegremente.
—Oh, eh, no sé… Antes tendré que hablar con Pam y Prue…
—Pensaba que… —la voz de Maddy se apagó—. Como
sólo quedamos nosotras…
Charlotte conocía aquella expresión. Cómo era eso de tender
la mano y ser, bueno, rechazada.
—¿Se ha ofrecido alguna de tus amigas a que las acompañaras
para presentarte a sus seres queridos?
—No… pero… —empezó Charlotte tratando de buscar alguna
excusa para sus amigas, mas se detuvo. Era evidente que,
por lo menos de momento, se habían olvidado de ella—. Estamos
aquí gracias a mí, ¿lo sabías? —dijo Charlotte, que no
pudo resistirse a la tentación de crecerse delante de una chica
nueva—. Bueno, todos menos tú, claro.
—Vaya, es verdaderamente impresionante —replicó Maddy
con brusquedad—. Sí que se olvidan pronto, ¿eh?
—Sí —dijo Charlotte con un hilo de voz.
—Entonces de nada sirve que nos quedemos aquí, ¿verdad?
¿Nos vamos a casa?
Charlotte vaciló unos instantes, todavía aturdida y levemente
desmoralizada por la situación, pero al final consiguió
sobreponerse.
—Suena tentador. Vamos.
Maddy sonrió con amabilidad y ambas abandonaron la
oficina y se dispusieron a cruzar el patio hacia la enorme y
altísima torre circular de apartamentos que les serviría de re-
sidencia el tiempo, cuánto no lo sabían, que permaneciesen
allí estancadas.
—¿Éste es nuestro… hogar? —le preguntó Charlotte a Maddy
sin demasiado entusiasmo mientras contemplaba el edificio.
Era de una altura imponente aunque impersonal, justo igual
que la plataforma telefónica. En parte obelisco, en parte aguja
espacial, encajaba a la perfección en aquel extraño complejo de
corte militar. Atemporal y espartano. Entraron, se dirigieron al
mostrador de la entrada y saludaron al portero. Él las miró impasible,
les tendió las llaves de un apartamento de la decimoséptima
planta y les indicó dónde se encontraban los ascensores.
Aparentemente, charlar no entraba dentro de sus funciones.
—¿Diecisiete? —murmuró Charlotte en voz alta—. Qué absurdo.
—Será mejor que te vayas acostumbrando —dijo Maddy
como quien no quiere la cosa mientras se dirigían a los ascensores.

Las puertas del ascensor se abrieron ante un vestíbulo circular
alfombrado con una mohosa moqueta gris de esas que sirven
tanto para interiores como para el exterior. Charlotte se
imaginó el olor a moho y, aun estando muerta, la sola idea la
hizo estremecerse. Cuando dieron con su habitación, Maddy
abrió la puerta muy despacio y accionó el interruptor de la luz.
—¿Qué es esto? —graznó Charlotte, examinando la estancia
fría y húmeda.
Era una habitación desnuda, de aspecto industrial, «acabada
» con suelos de cemento y grandes ventanales, desprovista
de mobiliario salvo por una mesa, dos sillas de tijera y dos
camas, si es que a aquello se le podían llamar camas. En reali-
dad eran literas, unas literas de acero inoxidable empotradas a
la pared. El mullido edredón, las vidrieras y los postes tallados
de la cama de Hawthorne Manor no eran más que un bonito
recuerdo.
—Ni que alguien fuera a querer llevárselas —dijo Charlotte,
sacudiendo la inmóvil estructura de las literas con todas sus
fuerzas. Al contacto, la situación adquirió un tinte mucho más
real, y mucho más desagradable.
—No sé —dijo Maddy con un atisbo de optimismo en la
voz—. Tampoco está tan mal. Tiene un aire muy… fresco.
—Tú lo has dicho, sí. Fresco como el Polo Norte.
—Oye, al menos nos tenemos la una a la otra, ¿no? —dijo
Maddy, tratando de arrancarle una sonrisa.
Charlotte sólo pudo concluir una cosa: fuera lo que fuese
aquello, era todo menos una escalera al cielo.

comentario: estos 3 capitulos son muy buenos espero le alla gustado mi resumen
lo relaciono con mi vida soy joven al igual que charlotte
la entiendo en como se siente

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